Pijamasurf
Hace poco menos de 1 siglo la televisión
impactó al imaginario colectivo como un dispositivo casi milagroso, que
ampliaba los horizontes existenciales del ser humano y condensaba su
más sofisticada creatividad. La posibilidad de “reproducir la realidad”
en una pequeña caja y luego ampliarla con efectos especiales y otras
técnicas parecía suficiente para anunciar un nuevo paraíso, paralelo a
la tradicional cotidianidad, que nos acompañaría por siempre.
El acto de sentarse frente a este
dispositivo se confirmó como uno de los rituales sociales más populares,
y con el tiempo fuimos comprobando el poder de este medio. Constatamos
cómo los mensajes y discursos que se transmitían a través de la
televisión repercutían significativamente en las conductas y creencias
de una sociedad cada vez más dependiente de los contenidos televisivos,
factor que fue aprovechado por diversas agendas comerciales e
ideológicas.
Por diferentes factores, entre ellos
algunos de los ya mencionados, eventualmente la TV terminó consagrándose
como icono por excelencia de la idiotización masiva. El patológico
idilio que como sociedad desarrollamos con ella comenzaría a develar
nefastas consecuencias: nos hizo más sedentarios, predecibles, frívolos,
aspiracionales y aficionados a la simulación.
La penetración del medio
copó a la población mundial sin distinguir clases sociales, profesiones,
edades o géneros. La adicción a la pantalla y la dependencia ante sus
contenidos se convirtió en un credo, y así nuestra realidad fue (y sigue
siendo), en buena medida, modelada por mercadólogos, entretenedores y
figuras de muy dudosa procedencia (a quienes, por cierto, se decidió
llamar “estrellas”).
En fin, si consideramos diversos
fenómenos que ha desatado la televisión durante los últimos 80 años, la
crítica resulta un ejercicio fácil. Por otro lado habrá quien argumente
que a cambio de las enfermizas conductas que ha inspirado también nos ha
dado contenidos brillantes, momentos imborrables de convivencia
familiar o casual, que ha ampliado el panorama de millones de personas y
que en realidad, contrario a la máxima de McLuhan, se trata solo de un
medio, mientras que el resto en realidad lo determinan los contenidos
que se transmiten y que uno elige ver por sobre otras opciones. Pero la
relación de la TV con un efecto idiotizante (incluso si actúa en ciertos
casos como un benéfico sedante) es algo difícil de rebatir.
Quién no ha experimentado ese particular letargo que induce la televisión?
En todo caso, más allá de los argumentos
subjetivos que en Pijama Surf podamos construir, los invitamos a
contemplar la siguiente serie fotográfica que documenta el singular
estado que impone la TV en los niños. Quizá considerando el promedio de
24 horas que los niños estadounidenses dedican a la semana a ver
televisión e invitando a una reflexión sobre nuestra relación en general
con la tecnología, la fotógrafa australiana que radica en Nueva York,
Donna Lee Stevens, decidió retratar en Idiot Box las virginales mentes y rostros de los infantes mientras son hechizados por el manto del tubo de rayos catódicos.
Stevens aísla los retratos en un fondo
negro, lo cual realza el estado hipnagógico que envuelve a los niños. El
resultado es un documento visual que raya entre lo perturbador y lo
hilarante…
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MCeI
Literalmente... la televisión induce a un estado de trance, convierte a las personas en "zombies"... necesitadas siempre de algún incentivo, disparador o euforizante que surta cada vez mas efecto, cuando la televisión "no alcanza" muchos recurren a algún tipo de adicción, o caen en algún "pozo" depresivo...
Y decimos esto, sin tener en cuenta la tecnología subliminal, que año tras año se perfecciona...
La mayoría de las personas ni siquiera imaginan el tipo de enemigo que tienen en sus casas.
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